Monday 14 September 2009

El mamón

El mamón (1894), Joaquín Sorolla

Monday 20 July 2009

Fuegos

Hace un año, en una medianoche como la pasada (como la pasada en el sentido de que con ella culminaban las fiestas del Carmen de Puente de Vallecas, cf. ¡Qué bien se está en la nevera!, del 21 de julio de 2008), Chris, Oana y yo hervíamos salchichas en la sauna que era la cocina (o "la sauna que era lo que es la cocina"... para gustos) y nos reíamos entre bocado y bocado de patatas fritas y de ortoedro irregular de queso manchego, de vuelta de nuestra pequeña excursión a Vallecas. Horas antes, dejábamos a Mădălina en la Puerta del Sol y nos embarcábamos rumbo al Parque del Cerro del Tío Pío, donde un arsenal de fuegos artificiales estaba preparado para ser lanzado, pero cuya razón de ser nunca se nos ocurrió preguntar. Así es que nos volvimos a casa antes de que empezara el espectáculo.

Como hace un año (menos un día), ahora sí poco antes de la medianoche, me encontraba sentado en la ladera noroeste de la colina más septentrional del parque, nuevamente bajo el vuelo errático del ocasional murciélago, otra vez con Madrid como escenario y rodeado de gente auténtica; feliz; en esta ocasión, para variar, en silencio, absorbiendo en la oscuridad las risas, las conversaciones amables y el movimiento incesante que se sucedían a mi alrededor. Del espectáculo de la noche, el primer acto fue la paz que sentí. El segundo, en ese ambiente de sosiego y alegría, la bonita estampa del Madrid iluminado, con Torrespaña como estructura más llamativa —¡enorme!— formando un conjunto imponente con las Cuatro Torres. El chupinazo, a continuación, terminó, unos minutos después de la medianoche, con la expectación de la gente y dio paso a los primeros fuegos de colores, casi al mismo tiempo que empezaban otros espectáculos de fuegos artificiales en otros dos puntos de la ciudad, uno al oeste, justamente en la mitad de la recta imaginaria que unía, vistas desde mi posición, la basílica de San Francisco el Grande y la Torre Urbis de Méndez Álvaro, y otro al sur, por el Ensanche o Palomeras (según le decía un padre a su hijo), o por Villaverde o más allá (diría yo, aunque de mala gana pondría la mano en el fuego si alguien viniera a rebatírmelo). Con tanta actividad, era difícil saber adónde mirar, y el cuello, que continuamente bailaba de arriba abajo y de derecha a izquierda como si de una película de deportes extremos proyectada en un Imax se tratara, pedía con urgencia un respiro. Dame un respiro, Jose—me decía—. Concéntrate en los fuegos que tienes encima y olvídate de las burbujitas de colores que se ven allá... y allá—decía mientras se movía en la dirección de las esferas de luz que acababan de surgir en ambos puntos del horizonte.

Todo terminó un cuarto de hora después con una densa humareda que, alejándose de Buenos Aires, se dirigía imparable hacia el norte de Madrid. Las vistas de la ciudad que tan solo unos minutos antes me habían maravillado se habían nublado y ya el único foco de atención eran las fiestas del sur, más longevas. Parece que aquellos tienen más dinero—decía uno—. Sí, pero los de la zona noble—en referencia a los fuegos del oeste, que no duraron más de cinco minutos— ya se terminaron hace tiempo. La tan común pugna entre el barrio rico y el barrio pobre a la que tan acostumbrados nos tienen en El intermedio de La Sexta—pensé. Después, otras dos humaredas más pequeñas ponían también rumbo al norte desde aquellos dos puntos cardinales y yo bajé colina abajo para volver a integrarme en la ciudad de la que por unos minutos fui privilegiado espectador.

Anotación final 1. En la línea 1 de metro iba durmiendo una mendiga, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, dejando bien a la vista su nariz sin tabique nasal y, por tanto, sin fosas nasales. En su lugar había un gran foso, con fondo oscuro brillante, como de coágulo de sangre, quizá simplemente la base de los sesos. Estas fueron mis impresiones después de un pequeño paseo por delante de ella hasta la puerta siguiente del vagón, con el único fin de mirarle directamente el interior de la nariz y dejar de conjeturar si el tabique le habría desaparecido del todo.

Anotación final 2. Acompañado por tan desagradable imagen, bajaba absorto las escaleras inalámbricas para hacer el trasbordo. Cuando adelantaba a dos chinitos vestidos con la misma camiseta de rayas de colores con base gris abandoné esa línea de pensamiento y, sorprendido, con ganas de mirar hacia atrás, pero sin hacerlo, me dije, Estos dos son gemelos. Ya en mi andén, los vi peleando en el andén de enfrente y pude ampliar la información sobre su vestimenta y constatar con cierta efusión que indudablemente eran gemelos: mismos pantalones vaqueros piratas y sandalias. No cabía duda.

Anotación final 3. Parados en Méndez Álvaro más tiempo del habitual, lleno el vagón de colombianos que venían de una fiesta colombiana, pensé, Me gusta el metro los domingos por la noche. Me gusta esta gente y me gusta su alegría. Entonces sonaron unos gritos en el otro extremo del andén y un chico, con una pierna dentro y otra fuera del vagón, nos relataba los acontecimientos: ahora se están dando cabezazos... ahora les están dando con la porra... Finalmente, en un ambiente festivo, el tren se puso en marcha y dejó la guerra en el andén. Un guarda jurado ensangrentado fue la última imagen que vi antes de entrar en la oscuridad del túnel.

Anotación final 4. Creía que la guerra había quedado en el andén de Méndez Álvaro, pero un amago de pelea en Arganzuela-Planetario, afortunadamente sin consecuencias (algún borracho demasiado borracho... ¡pobres los que tuvieron que compartir vagón con él!), me hizo caer en la cuenta de mi error de apreciación. Muchos colombianos con sombreros típicos pululaban por la estación. Supongo que la fiesta tuvo lugar en el parque de Tierno Galván.

Monday 23 March 2009

Cada día puede ser especial

Hacía tiempo que me preguntaba si Nerea era realmente negra. Helena me lo confirmó hace unas semanas, parece que su hermana sí había logrado verla, pero no ha sido hasta hoy que por fin la he visto, tanto en Youtube, antes de mandarle el enlace a Chris a través de SkypeTM, como en la tele de la cocina mientras cenaba. No sé a qué se ha debido este milagro. ¿¡Yo pendiente de la publicidad!?



De alguna manera, este vídeo me ha traído a la mente un diálogo de la película Piedras, de Ramón Salazar. En la escena aparece un niño sentado a la mesa de la cocina esperando por la comida que le está preparando su madre. La madre se gira con la sartén en la mano y le dice:

—Perdona, cariño, pero se me ha roto el huevo.
—¿Me perdonarás tú también si no apruebo todo?
—El chantaje emocional está muy feo.
—Que se te rompa el huevo también.

Es otra forma de ternura :)

Sunday 22 March 2009

Todavía es tarde

   La fatiga de la caída lo despertó de súbito. No sin trabajo encontró el punto en que se hallaba de su existencia. Abrumado entonces por el peso de la realidad y de los años, y abatido hasta la extenuación ante el espectáculo general de su vida, comprendió que había tocado en efecto el fondo de la angustia, y, como si hubiera previsto por dónde comenzar la penitencia, y los alivios que le podría proporcionar, declaró solemne: "Mi vida está perdida. Desde hoy, seré el hombre más miserable de la tierra".
   Reconfortado repentinamente por tan ambicioso proyecto de desesperación, y reafirmado en su intrépida decisión por ser Año Nuevo, esa misma mañana le dijo a Angelina que nunca más le preguntase nada, porque había hecho de por vida voto de silencio y pensaba cumplirlo hasta la muerte, llevándose a la tumba el secreto de su resolución. "Nunca más volveré a hablar, porque las palabras están todas malditas", dijo.
   —Y ¿se puede saber qué es eso de no hablar, de dónde te ha venido ahora esa chifladura? —preguntó ella.
   Pero Gregorio ya no contestó.
   Para no caer bajo la esclavitud del infortunio, se entregó a él con la ilusión de dominarlo, anticipándose a sus acometidas y yendo siempre un paso delante de las amenazas del destino. Aquello de empezar la casa por el tejado, la culpa por la penitencia, adueñándose así de su propio desánimo y exagerando sus efectos hasta vaciarlo de contenido real, como en los dramas que tantas veces había oído en la radio, pareció al principio un plan ciertamente efectivo, pues llegó un momento en que el entusiasmo que ponía en la defensa de su desdicha comenzó a depararle algunos instantes de felicidad. Se creía Prometeo, se creía Sansón, se creía él mismo perdido como en la adolescencia en un laberinto que no era de amor, pero que era terrible como entonces. Fueron tiempos aciagos.
Luis Landero, "Juegos de la edad tardía", Maxi, Tusquets Editores, 1ª ed., noviembre 2007, págs. 197-198.

Thursday 15 January 2009

El amor ha muerto

Nuevamente había sido un llanto largo y silencioso y llenecito de preguntas. Nuevamente habían pasado horas antes de que se durmiera. Nuevamente se despertaba demasiado temprano aún para el colegio. Por la amplia ventana del dormitorio en penumbra (...), el lamento desgarrador y agudo de la paloma cuculí era la música de fondo que liquidaba toda posibilidad de recuperación de alegría en aquella habitación amplia, moderna, confortable y alegre. (...)
No le faltaba nada, le enseñaban, le repetían, era un chico con muchísima suerte, pero él sentía que era más lo que le faltaba por conocer, por aprender, por descubrir. (...) Era un chico ejemplar, además, chico de excelentes notas, adorado por las monjitas que no se resignaron a verlo crecer y tener que entrar al mundo ya definitivamente masculino del colegio Santa María. Era bromista por las mañanas, en el colegio, para ocultar el interminable llanto de sus noches inquietas y preguntonas, conversador alegre y deportista convencido, por las tardes, para ocultar sus amaneceres. ¿Por qué nadie habla nunca de la paloma cuculí? ¿Es que nadie la oye, como yo, desde la madrugada?
                         ***

Ritual de peine, ritual de gomina, ritual de ropa adulta, ritual de parada, ritual de mirada, ritual de voz baja, ritual de reojo y carros coupés norteamericanos con escape libre y trompo en cada esquina de la vida, ¿por qué tanto, para qué tanto ritual, por qué, Tyrone, para qué, Jorge?, mira a Pájaro, por ejemplo, ¿es necesario hacer todo eso para decir te quiero pero no te quiero, para decir soy frágil pero soy muy macho, para decir me gustas y acabar diciendo nada nunca porque el ego y la bomba de Hiroshima a mí qué mierda me importan, por más que me importen y hasta me duelan? Ritual, ritual, puro ritual (...).
Pasan demasiado veloces las horas con Nat y Lucho, con Pat y Paul, con los Platters y el esfuerzo de ser como James Dean, de parecerse a Marlon Brando, de hablar golpeado, de estar Humphrey Bogart en una fiesta y no morirse en el intento. Pasan demasiado veloces las horas y ya empiezan a llegar los padres de familia a recoger a sus hijitas, saludos, whiskies, no, ya es hora de que me la lleve, su mamá dijo que a más tardar a medianoche y ya se me está pasando, reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer, ella se irá para siempre, cuando amanezca otra vez...
Detén el tiempo en tus manos, Manongo, no sufras, no te desmayes, ¿alguien te ha dicho algo sin que yo lo vea, Manongo, sin que yo lo oiga, compadre?, avisa, cuenta, le dice Jorge Tyrone, y Pájaro añade, cachaciento siempre, ¿qué pasó, manito?, ¿te tocó alguien el doloroso hígado?, no, en serio, hermano, para algo eres del barrio Marconi, para algo eres de la patota, y ya lo sabes, no somos machos pero somos muchos, vamos, desembucha, Manongo... Pero Manongo no sabe qué desembuchar, prácticamente no tiene nada que decir y no sólo porque ha perdido casi el habla, la respiración, el veraniego bronceado, el equilibrio... ¿Cómo, si se ha pasado íntegra la fiesta observando temeroso y cuidadoso el más mínimo detalle, cómo no la ha visto, cómo no la había visto hasta ahora? Reloj reloj reloj, detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca... Cómo no la vio antes, ¿dónde estuvo escondida —¿como yo?— toda la noche? ¿Y quién es? ¿Y cómo se llama? ¿Y por qué se va justo ahora que yo...? Bah, de cualquier modo, qué importa, mejor así, jamás me habría atrevido a sacarla a bailar, no bailo con mocosos, me habría dicho y peor: No bailo con maricones, Manongo Sterne.
Tyrone se vuelve el amigo Jorge Valdeavellano y le pregunta, el muy ladilla de Pájaro se convierte en el hermano Pájaro y le pregunta, Jonás sonríe preocupado y le pregunta, Giorgio está nervioso y le pregunta: ¿Cuál era, Manongo?
Y él apenas se atreve a alzar un dedo y señalar a una chica que en ese preciso instante se está despidiendo de los dueños de casa pero qué extraña, qué rara, qué traviesa maña se ha dado para voltear de golpe y mirarlo con una sonrisa. Es blanca, muy blanca en pleno verano, pelo corto italian boy, nariz respingada, nariz no sólo respingada sino extrañamente también nariz respingada de primer amor, pecas por algún lado que Manongo ya casi no alcanzó a ver, tal vez en los brazos, que pecan de deliciosamente carnosos y tienen pecas y sí, así son, así fueron por un instante de aparición esos brazos desnudos y el perfil más bello y la sonrisa más traviesa del mundo...
Ya se fue. Manongo no ha visto la flecha pero sí el arco y ha sentido la herida, ¿se burlaba de mí?, ¿sabe quién soy?, ¿se reía del mariconcito que la adora, que la quiere, que se muere de ternura, de lágrimas y nudos en la garganta, de enternecerse, de querer correr y quedarse tieso y pálido, vámonos ya, Manongo, el reloj de Lucho Gatica no ha detenido nada en tus manos esta noche, mejor, tal vez, seguro que te libró del mariconcito más doloroso de cuantos te han dicho, te libró de que el arco y la flecha y la herida fueran mortales...
En el tocadiscos Nat King Cole canta una canción que él no había oído nunca antes, Pretend: son unas palabras que le aconsejan fingir, pretender estar contento cuando está blue, cuando está arco, flecha y herida... Vámonos, Manongo... Sí, claro, vamos ya... Si nadie la conoce, si nadie la ha visto nunca antes, si nadie sabe quién diablos puede ser esa chica ni de dónde salió ni dónde vive ni dónde estudia ni nada nada nada... Nada más que una visión, Manongo, claro, guárdala, atesórala, será mejor así sin duda alguna, un mariconcito de ella, un pellizcón de esa chica traviesa en el hígado te habría fulminado, mejor así, ya lo sabes, Manongo, te lo está cantando de despedida Nat King Cole: Pretend you're happy when you're blue, it isn't very hard to do... Aunque a lo mejor resulta imposible, dolorosamente imposible... Anótalo en tu diario íntimo, Manongo, anota tus palabras de amor en la arena que se lleva el viento, tus Love letters in the sand, como Pat Boone, como la adolescencia, porque esto es la dolescencia también, Manongo, ya no se llora calladamente como cuando se era niño pero una vez tras otra se anuda la garganta y quieren estallar los ojos y son millones y millones las preguntas que la gente se hace...
Por eso fuman tanto, se visten tanto como adultos, por eso matan para no morir de miedo, por eso muequean en vez de sonreír, y de ahí tanta gomina y tanto tupé, tanto gallito engominado por medio centímetro más de estatura, también ellos, Manongo, como tú, escuchan las palabras de Pretend y Nat King Cole y saben fingir y estudian los rituales de la hombría quinceañera ante y con los objetos más preciados de este mundo: un peine y un espejo, más el frasco de gomina y una innecesaria afeitada a veces, Manongo... They pretend. ¿Lo lograrás tú? (...)
No, Manongo, no lo lograrás... Pero no lo lograrás, Manongo... No, tú no lo lograrás, nadie, nadie tanto como tú nunca lo logrará... Son las primeras horas de la madrugada y en el tocadiscos del dormitorio con la puerta cerrada, muy muy bajo el volumen para no despertar a nadie, la Rapsodia sobre un tema de Paganini y James Mason en la cubierta del barco, tumbado en su perezosa de siempre, deshecho por el dolor de una aparición fugaz, de la bailarina que no podía bailar y murió de amor por él, matando así el amor, llevándoselo para siempre de este mundo, dejando tanta pena, tanto dolor, cuánta crueldad, por Dios, todo el amor del mundo te daré, James, se lo habría dado ella, pero ella ha muerto y el amor ha muerto y Mason continúa en la perezosa y al fondo se ve azul el mar de lágrimas que oculta apenas un sombrero oscuro, ¿unos anteojos negros?, un británico terno de franela gris y el cardigan amarillo y la gruesa corbata negra de ancho nudo Windsor que Manongo se desajusta, bajando el lazo sobre su pecho para abrirse el cuello de la camisa porque lo ahoga la mirada fugaz de una aparición traviesa, pecosa, de nariz respingada, de pelo corto y oscuro, italian boy, y un nudo atroz en la garganta, el amor fue una aparición que ha muerto, se fue la aparición, se llevó el amor aparecido, el amor para ti, y aunque no hay bella melodía en que no surjas tú, bailarina fugaz pelirroja y de pelo oscuro y aunque uno finja y finja y pretenda y pretenda y aunque canten Nat King Cole y Lucho Gatica y por un instante el amor te sonría, sólo será para desaparecer y morir en el acto mismo de su aparición, porque el amor ha muerto y el tema de Paganini sólo Rachmaninov sabe para quiénes, para quién lo compuso, hombres que mueren de muerto amor, de tanta crueldad, que yacen en camas como perezosas, en perezosas que son camas envueltas por bellas melodías en las que el amor muerto es sólo un recuerdo, la fugaz aparición de un pasado que determina toda la inmensa crueldad del presente y del futuro... ¿unos anteojos negros para ocultar el futuro?
Poco a poco has empezado a entender esto: lees y no aprendes, estudias y no aprendes, te enseñan, te aconsejan y no aprendes. Y es que aprendes sólo a costa de ti mismo, Manongo. Así aprenderás, por ejemplo, que febrero puede ser el mes de mayor ansiedad en todo el año, marzo el de mayor miedo y, de pronto, como en un estallido, el más feliz. Y abril será el mes más cruel, aunque también, también a la larga abril habrá contenido en él sus mayos y junios de nueva vida, sus julios y agostos de nuevas y muy grandes amistades, sus septiembres, octubres, sus noviembres y diciembres que anunciarán nuevos veranos de felicidad y nuevos desasosiegos. Y aprenderás a costa del miedo, de la inmensa ansiedad de una segunda quincena de febrero, que las apariciones reaparacen y no mueren y tampoco son tan crueles. Y que pueden ser traviesas y graciosas, muy alegres muchachas nuevas, (...) que si de pronto aparecieron fugazmente una noche en una fiesta de verano (...) es porque han llegado a esa edad en que también sus padres empiezan a darles permisos de adolescentes (...), y, claro, ustedes los matadores debutantes y fumantes del mundo nuevo de la adolescencia, con sus usos, sus costumbres, sus rituales de hombría, se preguntan de dónde salió esta chicoca y aquélla y aquélla y también ellas se están preguntando al mismo tiempo de dónde salió un Tyrone Power, un Pájaro, un Jonás, un Giorgio, un Pepo y sí, Manongo, sí, también se pueden estar preguntando de dónde salió el muchacho alto y flaco de los anteojos negros, ¿cómo se llamará, quién será, dónde estudiará? Para María Teresa Mancini Gerzso, Tere Mancini para sus amigas del colegio Belén, también tú fuiste una aparición la otra noche en la fiesta, también tú has salido de la nada que hasta hace muy poco fue la infancia, Manongo. (...)

Y ahora amanece muy pronto para Tere Mancini y para Manongo Sterne, cada uno en su cama de la misma calle General La Mar, Manongo en la primera cuadra y Tere en la antepenúltima, o sea qué cerca, según ella y qué lejos, según él, aunque son tan solo siete cuadras, la verdad, cada uno en su cama escuchando el canto de la paloma cuculí. Tere se fija detenidamente en él por primera vez, y lo encuentra más bien triste, Manongo seguro sí que se ha fijado siempre. Y Manongo, que sí que se ha fijado siempre en el canto cuculí de la paloma y lo ha encontrado realmente desgarrador, por primera vez empieza a descubrir que ese canto es el de una paloma más, que no necesariamente tiene por qué matarlo a uno de pena porque ahora además está en el mundo Tere, Tere, Tere, Tere, Tere Mancini Gerzso, suiza por parte de padre y de madre y alegre, tan alegre que ni siquiera el triste canto de la palomita del diablo le parece tan triste en un amanecer que le suena a nuevo, a que hay algo nuevo bajo el sol de este verano que jamás acabará. (...)
A solo siete cuadras de distancia, o sea lejísimos para un amor como el de ellos, Manongo sin embargo parece estarla escuchando. Manongo parece saber que Tere Mancini ha derramado lágrimas matinales por él, que Tere empieza a captar algo, por fin, y que aunque él mismo no se entienda, ni siquiera entienda bien por qué no es tan desgarrador esta mañana el canto de la paloma cuculí, al menos Tere empieza a comprenderlo un poco por fin, y siente y capta o sabe Dios qué, por qué él que tanto ha llorado, que tanto llora, reirá, y por qué ella que tanto ha reído y tanto ríe, ahora llora y llorará. (...) Será (...) como la vida misma, risas y lágrimas, pero las lágrimas suyas serán a veces las risas de ella y las risas de ella sus más dolorosas lágrimas, porque así es la vida, Manongo, y así nos complementaremos Tere y yo, ella me cuidará bajo el ala de sus sonrisas y yo no la dejaré llorar bajo el ala de mis lágrimas y será uno solo y será para los dos el mismo, en todo caso, el canto de todas, el canto de cualquiera de las palomas que hay en este mundo, que nos toque enfrentar en esta vida... "No tenía por qué ser yo el único que escuchaba así el canto de una paloma", piensa, siente Manongo, mientras va saliendo de su cama y le estira alegremente los brazos a su primera mañana con Tere... "No sé cómo he podido ser así. No sé cómo he podido no fijarme nunca en el canto desgarrador de la paloma cuculí", piensa, siente Tere, mientras le estira dulce, suave y preocupadamente los brazos a su primera mañana con Manongo...
Alfredo Bryce Echenique, "No me esperen en abril", Compactos Anagrama, marzo 2002, (págs. 29-30 y 60-73).


   —El cielo sin cielo y sin ciudad —repetía, una y otra vez, Manongo, aquella madrugada, mientras Tere manejaba el automóvil en dirección a su casa. Sus hijas sabían perfectamente quién era ese hombre que ahora hablaba como de memoria, despatarrado ahí a su lado. Pero nunca lo habían visto y definitivamente no era ése el mejor momento para que lo vieran, para que lo conocieran. Bueno, con suerte no lo verían hasta la mañana siguiente, hasta que Manongo durmiera todo lo que fuera necesario y amaneciera con mejor aspecto. Tere había decidido llevarlo a su casa a como diera lugar.
   —El cielo sin cielo y sin ciudad...
   —No te entiendo, mi amor...
   —La ciudad y el cielo...
   —Manongo, amor...
   —Que baile, que baile, que baile...
   —Tus amigos sólo han querido ser discretos, mi amor...
   —La discreción de mis amigos me matará, Tere...
   —Te quieren, Manongo. Te quieren tanto como tú a ellos, pero el tiempo pasa y la gente cambia...
   —El cielo sin cielo y la ciudad sin jaguares...
   —¿No te acuerdas, Manongo? ¿No te acuerdas de que sólo tú eres como nadie es así?
   —¿Y tú?
   —...
   —El cielo sin ciudad y la ciudad sin jaguares... Y la humedad y el deterioro —dijo Manongo, añadiendo enseguida—: Y los amigos...
(pág. 590)

Tuesday 13 January 2009

Happy New... York

The Great Leap Forward (excerpts)
When I first moved to New York, I shared a reasonably priced two-bedroom apartment half a block from the Hudson river. I had no job at the time and was living off the cruel joke I referred to as my savings. In the evenings, lacking anything better to do, I used to head east and stare into the windows of the handsome, single-family town houses, wondering what went on in those well-appointed rooms. (…)
I had never devoted much time to envy while living in Chicago, but there it had been possible to rent a good-size apartment and still have enough money left over for a movie or a decent cut of meat. To be broke in New York was to feel a constant, needling sense of failure, as you were regularly confronted by people who had not only more but much, much more. My daily budget was a quickly spent twelve dollars, and every extravagance called for a corresponding sacrifice. If I bought a hot dog on the street, I’d have to make up that money by eating eggs for dinner or walking fifty blocks to the library rather than taking the subway. The newspaper was always fished out of trash cans, section by section, and I was always on the lookout for a good chicken-back recipe. Across town, over in the East Village, the graffiti was calling for the rich to be eaten, imprisoned, or taxed out of existence. Though it sometimes seemed like a nice idea, I hoped the revolution would not take place during my lifetime. I didn’t want the rich to go away until I could at least briefly join their ranks. The money was tempting. I just didn’t know how to get it.
(…)
Patrick offered me a job, and I took it. “Terrific,” he said. “Get yourself a back brace, and I’ll see you in the morning.”
Because he was a card-carrying communist, Patrick hated being referred to as the boss. “This is a collective,” he’d say. “Sure, I might happen to own the truck, but that doesn’t make me any more valuable than the next guy. If I’m better than you, it’s only because I’m Irish.”
(…)
It would be a stretch to say that I enjoyed coaxing matresses up five flights of stairs, but it was nice to work as part of a team. The money was nothing compared with what other people earned answering phones or slipping suppositories into the rectums of senior citizens, but it was more than I had earned working for Valencia. The cash was bounceproof, and most everyone included a tip. After having spent a year and a half cooped up in a little office, it felt good to get out and move around. Rego Park, Bayside, Harlem, Coney Island, the job introduced me to the various neighborhoods of Manhattan and the surrounding boroughs. It gave me a chance to look into people’s lives, to meet my fellow New Yorkers and carry their things.
Because Patrick didn’t believe in having himself bonded, we rarely moved anything of great value, no museum-quality paintings or extraordinary pieces of furniture. Most of our customers were moving into places they couldn’t quite afford. Their new, higher rents meant that they’d have to cut back on their spending, to work longer hours, or try to wean themselves off their costly psychiatrists. They were anxious about their future and quick to complain should a part of their past get scratched or broken. “The transitory state fucks with their heads,” Richie explained during my first week of work. “Me, I just try to ignore their stressed-outedness and concentrate on the gratuity.”
(…)
After a job was finished, we’d stand on the street drinking beer or foul-tasting Gatorade. The tip would be discussed, as would the disadvantages of living in this particular neighborhood. It was generally agreed that a coffin-size studio on Avenue D was preferable to living in one of the boroughs. Moving from one Brooklyn or Staten Island neighborhood to another was fine, but unless you had children to think about, even the homeless saw it as a step down to leave Manhattan. Customers quitting the island for Astoria or Cobble Hill would claim to welcome the change of pace, saying it would be nice to finally have a garden or live a little closer to the airport. The’d put a good face on it, but one could always detect an underlying sense of defeat. The apartments might be bigger and cheaper in other places, but one could never count on their old circle of friends making the long trip to attend a birthday party. Even Washington Heights was considered a stretch. People referred to it as Upstate New York, though it was right there in Manhattan.
Our bottles drained, Patrick would carry us back to what everyone but Lyle agreed was the center of the universe.
(…)
The first of the month was always the busiest time, but there were more than enough minor jobs and unhappy marriages to pull us through. In other parts of the country people tried to stay together for the sake of the children. In New York they tried to work things out for the sake of the apartment. Leaving a spacious, reasonably priced one-bedroom in the middle of the month usually signified that someone had done something really bad. We’d empty a place of half its possessions and listen to the details as we drove the former tenant to a quickly rented storage space. The truck made a good deal of noise, and although the injured party was always eager to talk, he had to significantly raise his voice to be heard. I liked being told these stories, but it was odd hearing such personal information shouted rather than whispered.
(…)
When the citizens of New York went looking for a new apartment, they came to us. Some movers charged for their inside information, but, with the exception of Richie, we gave it away for free. Strangers would often flag down the loaded van and ask where we were coming from. “Do you know if it’s already been rented? Does it have a tub or a shower?” They asked the same thing of the emergency medical crews pulling up to the hospital morgue. “What floor did the victim live on? Did the apartment get much light?”
I’d been raised with the impression that it took a certain amount of know-how to get by in New York, but a surprising number of our customers proved me wrong. Here were people who packed two hundred pounds of dishes into a single box the size of a doghouse, or even worse, people who didn’t pack at all.
(…)
The best of times were snappy autumn afternoons when we’d finished moving a tow-bedroom customer from Manhattan to some faraway neighborhood in Brooklyn or Queens. The side doors would be open as we crowded in the front seat, Patrick listening to a taped translation of Chairman Mao boasting about “the great leap forward.” Traffic would be heavy on the bridge due to an accident, and because we were paid for travel time, we hoped that the pileup involved at least one piece of heavy machinery. When the tape became too monotonous, I’d ask Richie about his days at the reformatory and pleasantly drowse as he spoke of twelve year-old car thieves and boys who had killed their brothers over an ice-cream sandwich. Patrick would get involved, saying that violent crime was a natural consequence of the capitalist system, and then, eventually, the New York skyline would appear on the horizon and we’d all stop talking. If you happen to live there, it’s always refreshing to view Manhattan from afar. Up close the city constitutes an oppressive series of staircases, but from a distance it inspires fantasies of wealth and power so profound that even our communists are temporarily rendered speechless.


City of Angels (excerpts)
My childhood friend Alisha lives in North Carolina but used to visit me in New York at least twice a year. She was always an easy, undemanding houseguest, and it was a pleasure having her as she was happy following me around on errands or just lying on my sofa reading a magazine. “Just pretend I’m not here,” she’d say –and sometimes I did. Quite and willing to do whatever anyone else wanted, she was often favorably compared to a shadow.
A week before one of her regular December visits, Alisha called to say that she’d be bringing along a guest, someone named Bonnie. The woman worked at a sandwich shop and had never traveled more than fifty miles from her home in Greensboro. Alisha hadn’t known her for long but said that she seemed like a very sweet person. (…)
The two women arrived in New York on a Friday afternoon, and upon greeting them, I noticed an uncommon expression on Alisha’s face. It was the look of someone who’s discovered too late that she’s either set her house on fire or committed herself to traveling with the wrong person. “Run for your life,” she whispered.
Bonnie was a dour, spindly woman whose thick girlish braids fell like leashes over the innocent puppies pictured on her sweatshirt. She had a pronounced Greensboro accent and had landed at Kennedy convinced that, given half a chance, the people of New York would steal the fillings right out of her mouth — and she was not about to let that happen.
(…)
“I expect to be treated like everybody else is what I expect. I expect to be treated like an American.”
That was the root of the problem right there. Visiting Americans will find more warmth in Tehran than they will in New York, a city founded on the principle of Us versus Them. I don’t speak Latin but have always assumed that the city motto translates to either Go Home or We Don’t Like You, Either. Like me, most of the people I knew had moved to New York with the express purpose of escaping Americans such as Bonnie. Fear had worked in our favor until a new mayor began promoting the city as a family theme park. His campaign had worked, and now the Bonnies were arriving in droves, demanding the same hospitality they’d received last month in Orlando.
(...)
“Now those were some nice New Yorkers”, she said, waving good-bye to the crowd in the tearoom. I tried to explain that they weren’t real New Yorkers, but at that point she’d stopped listening to anything I had to say. She dragged Alisha off for a carriage ride through Central Park, and then it was time for a visit to what she called “Fay-o Schwartz.” The toy store was followed by brutal pilgrimages to Radio City Music Hall, Saint Patrick’s Cathedral, and the Christmas tree at Rockerfeller Plaza. The crowds were such that you could pick your feet off the ground and be carried for blocks in either direction. I was mortified, but Bonnie was in a state of almost narcotic bliss, overjoyed to have discovered a New York without the New Yorkers. Here were out-of-town visitors from Omaha and Chattanooga, outraged over the price of their hot roasted chestnuts. They apologized when stepping on someone’s foot and never thought to complain when some nitwit with a video camera stupidly blocked their path. The crowd was relentlessly, pathologically friendly, and their enthusiasm was deafening. Looking around her, Bonnie saw a glittering paradise filled with decent, like-minded people, sent by God to give the world a howdy. Encircled by her army of angels, she drifted across the avenue to photograph a juggler, while I hobbled off toward home, a clear outsider in a city I’d foolishly thought to call my own.

David Sedaris, “Me Talk Pretty One Day”, Abacus, 2000.