Monday 5 April 2010

El mecanismo de la lágrima

[...] Era tarde, quizá pasadas las 11. Lola había viajado a Barcelona y yo, solo en casa, veía al Inter, mi equipo, tumbado en el sofá con una cerveza en la mano. Sonó el teléfono y la conversación fue más o menos como sigue:
     —¿Enric González?
     —Sí.
     —Hola, te llamo de la SER. Creo que eras amigo de Ricardo Ortega, ¿no?
     —Sí.
     Y dije que sí sin reparar en el pasado verbal y sin ninguna alarma.
     —¿Sabrás que Ricardo acaba de morir en Haití?, queríamos grabarte unas palabras.
     Yo no sabía que Ricardo había muerto. No sabía nada, y dije otra vez que sí, que grabaran, que hicieran lo que quisieran. Y balbuceé cuatro cosas sin saber nada, sin pensar nada, sin sentir nada.
     Luego llamé a Isabel. Isabel lloraba. Hablamos. Yo seguía sin sentir nada y sin entender nada.
     Alguien del periódico telefoneó para pedirme unas líneas. Lo mismo que con Julio Anguita. Una líneas. Escribí como se escribe la esquela de un amigo, mal, deprisa y sin ganas, porque no hay nada que decir. Nació en tal sitio, hizo tal cosa y tal otra, fue un buen periodista y un hombre integro. Imaginé a la persona que un día, quizá, tendría que escribir unas pocas líneas después de mi muerte (los periodistas difuntos tenemos derecho a unas líneas fúnebres porque somos o fuimos empleados de la casa, igual que los camareros tienen derecho a servirse una cervecita gratis) y sentí pena por esa persona. Con un poco de suerte, esa persona no me conocerá apenas y el texto será escueto, correcto, digno. Pasé horas mirando por la ventana. Las tejas y las cúpulas en penumbra. No pude llorar, como no pude, y no puedo, por la muerte de mi hija. Sí lloré cuando murió Enough, mi gata. Debo de tener averiado el mecanismo de la lágrima.
     Miré por la ventana e imaginé de mil maneras la muerte de Ricardo. Le recordé a él y recordé la última vez que nos vimos, en un restaurante de Washington llamado Olives donde Ricardo pidió una ensalada que apenas probó y donde hablamos de Julio, de los amigos, del futuro. Yo me iba a Roma, él sólo sabía que su corresponsalía estaba a punto de terminar y que los jefes de Madrid no mostraban demasiado aprecio por su trabajo. Recordé Nueva York como si estuviera allí, como si estuviera acodado en la ventana del comedor, contemplando la lejana flecha iluminada del Chrysler y oyendo el zumbido de la ciudad. Como si fuera antes y no hubiera pasado nada.
Enric González, Historias de Nueva York, RBA, 8ª edición, 2010, págs. 139-141.