Hacía tiempo que me preguntaba si Nerea era realmente negra. Helena me lo confirmó hace unas semanas, parece que su hermana sí había logrado verla, pero no ha sido hasta hoy que por fin la he visto, tanto en Youtube, antes de mandarle el enlace a Chris a través de SkypeTM, como en la tele de la cocina mientras cenaba. No sé a qué se ha debido este milagro. ¿¡Yo pendiente de la publicidad!?
De alguna manera, este vídeo me ha traído a la mente un diálogo de la película Piedras, de Ramón Salazar. En la escena aparece un niño sentado a la mesa de la cocina esperando por la comida que le está preparando su madre. La madre se gira con la sartén en la mano y le dice:
—Perdona, cariño, pero se me ha roto el huevo.
—¿Me perdonarás tú también si no apruebo todo?
—El chantaje emocional está muy feo.
—Que se te rompa el huevo también.
Es otra forma de ternura :)
Monday, 23 March 2009
Sunday, 22 March 2009
Todavía es tarde
   La fatiga de la caída lo despertó de súbito. No sin trabajo encontró el punto en que se hallaba de su existencia. Abrumado entonces por el peso de la realidad y de los años, y abatido hasta la extenuación ante el espectáculo general de su vida, comprendió que había tocado en efecto el fondo de la angustia, y, como si hubiera previsto por dónde comenzar la penitencia, y los alivios que le podría proporcionar, declaró solemne: "Mi vida está perdida. Desde hoy, seré el hombre más miserable de la tierra".Luis Landero, "Juegos de la edad tardía", Maxi, Tusquets Editores, 1ª ed., noviembre 2007, págs. 197-198.
   Reconfortado repentinamente por tan ambicioso proyecto de desesperación, y reafirmado en su intrépida decisión por ser Año Nuevo, esa misma mañana le dijo a Angelina que nunca más le preguntase nada, porque había hecho de por vida voto de silencio y pensaba cumplirlo hasta la muerte, llevándose a la tumba el secreto de su resolución. "Nunca más volveré a hablar, porque las palabras están todas malditas", dijo.
   —Y ¿se puede saber qué es eso de no hablar, de dónde te ha venido ahora esa chifladura? —preguntó ella.
   Pero Gregorio ya no contestó.
   Para no caer bajo la esclavitud del infortunio, se entregó a él con la ilusión de dominarlo, anticipándose a sus acometidas y yendo siempre un paso delante de las amenazas del destino. Aquello de empezar la casa por el tejado, la culpa por la penitencia, adueñándose así de su propio desánimo y exagerando sus efectos hasta vaciarlo de contenido real, como en los dramas que tantas veces había oído en la radio, pareció al principio un plan ciertamente efectivo, pues llegó un momento en que el entusiasmo que ponía en la defensa de su desdicha comenzó a depararle algunos instantes de felicidad. Se creía Prometeo, se creía Sansón, se creía él mismo perdido como en la adolescencia en un laberinto que no era de amor, pero que era terrible como entonces. Fueron tiempos aciagos.
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