Monday, 20 July 2009

Fuegos

Hace un año, en una medianoche como la pasada (como la pasada en el sentido de que con ella culminaban las fiestas del Carmen de Puente de Vallecas, cf. ¡Qué bien se está en la nevera!, del 21 de julio de 2008), Chris, Oana y yo hervíamos salchichas en la sauna que era la cocina (o "la sauna que era lo que es la cocina"... para gustos) y nos reíamos entre bocado y bocado de patatas fritas y de ortoedro irregular de queso manchego, de vuelta de nuestra pequeña excursión a Vallecas. Horas antes, dejábamos a Mădălina en la Puerta del Sol y nos embarcábamos rumbo al Parque del Cerro del Tío Pío, donde un arsenal de fuegos artificiales estaba preparado para ser lanzado, pero cuya razón de ser nunca se nos ocurrió preguntar. Así es que nos volvimos a casa antes de que empezara el espectáculo.

Como hace un año (menos un día), ahora sí poco antes de la medianoche, me encontraba sentado en la ladera noroeste de la colina más septentrional del parque, nuevamente bajo el vuelo errático del ocasional murciélago, otra vez con Madrid como escenario y rodeado de gente auténtica; feliz; en esta ocasión, para variar, en silencio, absorbiendo en la oscuridad las risas, las conversaciones amables y el movimiento incesante que se sucedían a mi alrededor. Del espectáculo de la noche, el primer acto fue la paz que sentí. El segundo, en ese ambiente de sosiego y alegría, la bonita estampa del Madrid iluminado, con Torrespaña como estructura más llamativa —¡enorme!— formando un conjunto imponente con las Cuatro Torres. El chupinazo, a continuación, terminó, unos minutos después de la medianoche, con la expectación de la gente y dio paso a los primeros fuegos de colores, casi al mismo tiempo que empezaban otros espectáculos de fuegos artificiales en otros dos puntos de la ciudad, uno al oeste, justamente en la mitad de la recta imaginaria que unía, vistas desde mi posición, la basílica de San Francisco el Grande y la Torre Urbis de Méndez Álvaro, y otro al sur, por el Ensanche o Palomeras (según le decía un padre a su hijo), o por Villaverde o más allá (diría yo, aunque de mala gana pondría la mano en el fuego si alguien viniera a rebatírmelo). Con tanta actividad, era difícil saber adónde mirar, y el cuello, que continuamente bailaba de arriba abajo y de derecha a izquierda como si de una película de deportes extremos proyectada en un Imax se tratara, pedía con urgencia un respiro. Dame un respiro, Jose—me decía—. Concéntrate en los fuegos que tienes encima y olvídate de las burbujitas de colores que se ven allá... y allá—decía mientras se movía en la dirección de las esferas de luz que acababan de surgir en ambos puntos del horizonte.

Todo terminó un cuarto de hora después con una densa humareda que, alejándose de Buenos Aires, se dirigía imparable hacia el norte de Madrid. Las vistas de la ciudad que tan solo unos minutos antes me habían maravillado se habían nublado y ya el único foco de atención eran las fiestas del sur, más longevas. Parece que aquellos tienen más dinero—decía uno—. Sí, pero los de la zona noble—en referencia a los fuegos del oeste, que no duraron más de cinco minutos— ya se terminaron hace tiempo. La tan común pugna entre el barrio rico y el barrio pobre a la que tan acostumbrados nos tienen en El intermedio de La Sexta—pensé. Después, otras dos humaredas más pequeñas ponían también rumbo al norte desde aquellos dos puntos cardinales y yo bajé colina abajo para volver a integrarme en la ciudad de la que por unos minutos fui privilegiado espectador.

Anotación final 1. En la línea 1 de metro iba durmiendo una mendiga, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, dejando bien a la vista su nariz sin tabique nasal y, por tanto, sin fosas nasales. En su lugar había un gran foso, con fondo oscuro brillante, como de coágulo de sangre, quizá simplemente la base de los sesos. Estas fueron mis impresiones después de un pequeño paseo por delante de ella hasta la puerta siguiente del vagón, con el único fin de mirarle directamente el interior de la nariz y dejar de conjeturar si el tabique le habría desaparecido del todo.

Anotación final 2. Acompañado por tan desagradable imagen, bajaba absorto las escaleras inalámbricas para hacer el trasbordo. Cuando adelantaba a dos chinitos vestidos con la misma camiseta de rayas de colores con base gris abandoné esa línea de pensamiento y, sorprendido, con ganas de mirar hacia atrás, pero sin hacerlo, me dije, Estos dos son gemelos. Ya en mi andén, los vi peleando en el andén de enfrente y pude ampliar la información sobre su vestimenta y constatar con cierta efusión que indudablemente eran gemelos: mismos pantalones vaqueros piratas y sandalias. No cabía duda.

Anotación final 3. Parados en Méndez Álvaro más tiempo del habitual, lleno el vagón de colombianos que venían de una fiesta colombiana, pensé, Me gusta el metro los domingos por la noche. Me gusta esta gente y me gusta su alegría. Entonces sonaron unos gritos en el otro extremo del andén y un chico, con una pierna dentro y otra fuera del vagón, nos relataba los acontecimientos: ahora se están dando cabezazos... ahora les están dando con la porra... Finalmente, en un ambiente festivo, el tren se puso en marcha y dejó la guerra en el andén. Un guarda jurado ensangrentado fue la última imagen que vi antes de entrar en la oscuridad del túnel.

Anotación final 4. Creía que la guerra había quedado en el andén de Méndez Álvaro, pero un amago de pelea en Arganzuela-Planetario, afortunadamente sin consecuencias (algún borracho demasiado borracho... ¡pobres los que tuvieron que compartir vagón con él!), me hizo caer en la cuenta de mi error de apreciación. Muchos colombianos con sombreros típicos pululaban por la estación. Supongo que la fiesta tuvo lugar en el parque de Tierno Galván.

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