Sunday 22 July 2007

Finished "Seeing"

El mismísimo día que Harry Potter and the Deathly Hallows salió a la venta (y se vendía por 28€ en Carrefour... si bien, curiosamente, no se veían demasiadas colas ni prisas por comprarlo, quizá, en primer lugar porque está en inglés, sin tratar de ser elitista, lo que equivaldría a despreciarme a mí mismo, en un centro comercial de un distrito del "segundo extrarradio" de Madrid adonde no parece que vaya a comprar gente que suela leer en ese idioma; en segundo lugar porque es razonablemente grueso, lo que produce, asimismo, un razonable repelús; y, en tercer lugar, porque se vendía a un precio desorbitado únicamente en la versión infantil, con su espantosa portada de colores chillones y figuras feas como ellas solas. Y a pesar de ello, todos los libros de la serie se han vendido como churros. Quizá haya sido por el boca a boca, que no requiere que el lector se ande con miramientos ni exige del dibujante ni una pizca de sentido estético (por aquello del márketing). Aun así, yo siempre compro la versión para adultos que, a igualdad de contenido que la infantil, viene con una portada en un tono invariablemente más tenebroso —o debería decir en un tono tenebroso, a secas, a diferencia de la anterior— en la que, de modo muy satisfactorio, nunca se representa a los personajes, no interfiriendo de esta forma con la imaginación. No creo que pudiese leer los libros tranquilo si cada vez que los cierro por la noche para dar por terminado el día, (bajar por la escalera de mano de la cama para depositar el libro en sitio seguro) e irme a dormir, tengo que ver esas desangeladas representaciones. Acabaría, más bien pronto que tarde, por forrarlos con forro opaco)... ese mismo día, terminé de leer "Ensayo sobre la lucidez" de José Saramago (que lleva el sugerente título "Seeing" en inglés, aunque el nuestro se parece más al original en portugués, "Ensaio sobre a Lucidez"). Aparte de la frase del mejillón que aparece en la página 286 de mi edición de 5€ comprada en el mismo Carrefour del extrarradio, me encantó el siguiente fragmento (absténgase de leerlo todo aquel que tenga interés en leer el libro. No lo digo porque crea que vaya a estropearle la lectura a nadie, sino porque está sacado de una parte un poco sensible de la novela): "Entonces un ciego preguntó, Has oído algo, Tres tiros, respondió el otro, Pero había también un perro dando aullidos, Ya se ha callado, habrá sido el tercer tiro, Menos mal, detesto oír los perros aullando." Lo terminé de vuelta del Carrefour, en casa, después de refrescarme y antes de tomarme unas natillas de vainilla que acababa de comprar. Como suele ocurrir últimamente, leo la mayor parte de los libros en el metro, menos el final, que es normalmente demasiado jugoso y apetecible como para dejarlo para el siguiente viaje, al día siguiente por lo general, y lo termino en casa.

Hoy volvía a casa por la tarde cuando me giré a ver el paso de peatones de la calle de Atocha, a la altura del número 49, ante el que nunca para ningún coche a menos que te detengas en medio de la calle, levantes los brazos y con cara de mala leche te pongas a agitarlos (quizá la cara de mala leche, de entre todas las cosas, sea lo menos necesario del proceso, no lo he experimentado todavía con cara sonriente). Los conductores suelen ser educados, sin embargo. Tras una frenada brusca, que consigue detener el coche después de haberse adentrado en el paso un tercio de su longitud, te piden perdón con la mano, y tú cruzas tranquilamente delante de ellos, por el sitio que te han dejado libre, siempre dentro del espacio delimitado por las líneas blancas, sin faltarles al respeto, pero con la cara de perro que se te queda a la fuerza al comprobar semana tras semana que todos los conductores de Madrid se saltan el mismo paso de peatones y no sabes por qué. Solía quedarme al borde de la acera mirando a ver si paraba alguno, lo que nunca ocurría; hacía ademán de cruzar, pero se me quedaba cara de bobo al ver que uno tras otro pasaba y nadie se detenía, como si fuera invisible. Al final, no me quedaba más remedio que echarle determinación y lanzarme a la calle, brazos en alto, para conseguir por fin cruzar. Ahora ya me dejo de historias: llego, levanto los brazos para indicarles a los cegatas conductores que estoy ahí, espero a que terminen la frenada, observo sus disculpas y cruzo.

Mientras miraba el paso con la cabeza girada hacia atrás, sin saber muy bien por qué lo miraba, un chico de estos que tu madre nunca querría que tuvieras entre tus amistades, les lanzaba, lata de cerveza en mano, unos piropos a unas señoras sentadas en un banco de la acera de los pares. A continuación se dirigió a mí, ¡Oye! Yo ni caso, seguía mirando el paso. Eh, tú. Dirigí la mirada hacia él. ¿Tienes un pitillo?, me preguntó educadamente mientras hacía el gesto de fumar con los dedos índice y corazón de la mano izquierda formando una V delante de su boca, un poco a la manera en que un inglés saludaría a un francés de antaño durante alguna batalla naval o del modo en que Verónica podría invitar a unos macarras londinenses a que le diesen una buena paliza. No, contesté. ¿No fumas?, susurró, como para que nadie lo oyese, y yo, no deseando desentonar con el sigilo de su pregunta, negué con la cabeza. ¡Qué envidia! Me quedé mirándolo mientras se me acercaba. Envidia sana... envidia yo. ¿Por qué no lo dejas?, le pregunté mientras pensaba en la historia que nos había contado Quique, el de la cafetería de la escuela, la semana anterior. Ah, no quiero dejarlo... bueno, si no fumase mejor, a ver si me entiendes. No fumo en los lugares donde no está permitido fumar, y no me cuesta nada no hacerlo.

De forma bastante incongruente, lo que me impide reflejar aquí la conversación, siguió contándome cosas sobre sí mientras caminábamos juntos calle abajo. En la plaza de Antón Martín me hablaba, utilizando palabras grandilocuentes, de la psicología, de la que por alguna razón estaba harto. En el punto en que se unen la calle de Santa Isabel con la calle de la Torrecilla del Leal me dijo, Yo me porto muy bien con Madrid pero Madrid no me respeta. Nos paramos y le pregunté, ¿por qué dices que no te respeta? No conseguí entender su respuesta, que vinculaba la Comunidad de Madrid con el hecho de que su padre le hubiera puesto un maestro para reforzar las matemáticas cuando era niño, y el presidio, y las drogas, y que hay cosas que no quiere dejar, y que él acepta las ayudas que le van dando (no sabía si ayudas de transeúntes o de las instituciones, así que, para no avergonzarlo, no me di por aludido), y que se ha pasado dos días bebiendo (al fin algo coherente). ¿Bajas por Santa Isabel?, preguntó. . Seguimos caminando. Yo voy al mercadillo. ¿Al mercadillo?, repetí. Sí, por el Reina Sofía. No pregunté qué tipo de mercadillo era ese, pero un mercadillo a las ocho de la tarde un domingo no podía ser de muy buena cosa. Dejé el tema. Llegados al Cine Doré me contó que él no iba a Sevilla ni a Córdoba, que sí iba de vez en cuando a la filmoteca, que las películas son baratas, cuestan... 3 euros, dijo medio dubitativo, ponen películas antiguas, ciclos... ¿cuándo se construyó el Cine Doré?, reflexionó en voz alta, Ni idea, contesté (1923, aparentemente), y nos cruzamos con un grupo de chicas y él les dijo, Hola, guapas, y yo pensaba, Qué pareja más rimbombante debemos de hacer, cualquiera que nos vea lo pensará. No pegamos ni con cola. Unos metros más abajo alguien lo llamó desde atrás y él se detuvo y yo continué, mirándolo un poco de reojo mientras nos separábamos sin habernos dicho adiós. Continué andando y giré a la derecha. Abrí el portal de mi edificio, subí las escaleras y me paré delante de la ventana de mi "salita". Cogí el cuchillo del alféizar mientras preguntaba a "Radio Patio", como las llama Tania, si sabían quién lo había podido dejar ahí. Me contestaron, Esos de enfrente que ayer estuvieron intentando bajar un colchón por el balcón. Gracias.