Monday 14 July 2008

La frustración lleva tu nombre

La frustración se llama J., pensé el martes mientras contestaba a Alastair un email que me envió en respuesta a otro colectivo que había escrito yo unos días antes. Lo había titulado Funny Games, como la película de Michael Haneke, pero ni su respuesta ni la mía hacían referencia a ella. En la suya se interesaba por lo usual: mi piso, la visita de J., que se iba ese mismo día aunque yo ya no lo volvería a ver; mi estado de ánimo, si ya veía las cosas más claras... La mía estaba por el contrario empapada de la frustración que sentía en ese momento. La frustración era J., lo tenía claro. Dos líneas más abajo en mi explicación de los hechos de los días anteriores en mi respuesta a la respuesta de Alastair, un corto momento de lucidez sirvió, sin embargo, para darme cuenta de la inexactitud de la afirmación. La frustración se podría llamar J., era cierto, pero también respondía a otros nombres: A., L., R., V..., el alfabeto entero, e incluso algunas iniciales se repetirían dos o tres veces. Así, la frustración habría sido anteayer, digamos, T., ayer M., hoy sería E. y mañana, por ejemplo, otra vez E., pero una E. diferente, o la misma si se tratase de una E. anormalmente insistente. Siempre habría un nombre que explicaría mi frustración, pero, prestemos atención a ese determinante posesivo, la frustración estaría en realidad siempre en mí. La frustración se llama J. y lleva mi nombre. No es cuestión de darle más vueltas.

J. fue más fácil de tratar de lo que había pensado, lo que no evitó que tuviéramos nuestra pequeña ración de bronca el lunes nada más llegar al Retiro. Al parecer la discusión estuvo motivada por la falta de consideración de este desconsiderado de mí que lo llevó al parque a pesar de que él hubiese comentado que había estado caminando diez horas ese día y estaba cansado... no solo cansado, "agotado" más bien. No entraré con más detalle en la disputa, aunque sí diré que, como es costumbre en mí, no supe mantener la boca cerrada. Tampoco él supo no iniciar una discusión innecesaria una vez alcanzado el destino final. Yo cometí un error, él otro... bueno, él dos. El segundo fue creer que había visto Madrid cuando al final ni el Retiro vio. Esas cuatro cosas que nos dijimos a la cara, como tantas veces pasa, nos quitaron las ganas de pasear por el parque. Nos fuimos a casa de inmediato, primero en el 27, a continuación en la línea tres, ambos enfadados, J. hambriento y yo con mi bendita frustración a cuestas.

J. no consiguió entender el atractivo turístico de Barcelona, de donde venía. Le gustó Gaudí, pero no vio que la ciudad ofreciese nada más. Lo poco que vio de Madrid tampoco lo impresionó: Alcalá es como Londres (no perdamos el tiempo), la Plaza Mayor como Barcelona (ya vista. Se refería a la Plaça Reial) y la zona en la que vivo como Seúl (archiconocida). Gran Vía no es como Nueva York (el símil fácil que esperaba después de los anteriores y con el que me habría halagado): la pasó por alto completamente y temo que pueda terminar siendo recordada por la anécdota que paso a relatar a continuación. Entramos en una peluquería situada entre Plaza de España y San Bernardo. Pidió, yo sirviéndole de intérprete, que le cortasen un poquito las puntas, muy poquito. Todo fue bien durante un minuto. Yo contemplaba la escena sentado en un taburete detrás de su puesto y los veía reflejados en el espejo. De pronto empezó a moverse impaciente en el sillón y a gritar quejumbroso, ¡Jose, me lo está cortando mucho!, precedido por un par de no ways, su nota definitoria. El peluquero que se encontraba a su izquierda cortándole el pelo a un chico de apariencia asiática se reía entre dientes, mientras la peluquera de J., profundamente disgustada, trataba de disculparse. "Mira", me decía mostrándome un par de puntas cortadas que acababa de coger de la capa que cubría su espalda, "esto es lo que he cortado" (en efecto, menos no podía haber cortado. Me parecieron unos tres o cuatro milímetros). Dada la situación, no cortó más. Cuando le hubo lavado y secado la cabeza, J. se miró en el espejo y me insinuó que le había cortado muy poco, que aún se podría cortar un poco más, pero yo le respondí, "Vámonos. Dudo mucho que quiera volver a acercarse a tu pelo. Te pusiste un poco histérico". Me mandó que le pidiese disculpas de su parte y lo hice. Ella las aceptó a regañadientes: la primera frustrada del día, con tema de conversación para cuando llegue a casa con su marido. Después saldría yo escaldado. Pagó y nos fuimos.

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