Friday 13 June 2008

Foarte tare!

"Calle en la que besé a Mimi" (literalmente: "la calle donde he besado-la a Mimi").

Lo peor de Bucarest, y perdonad que me haya decantado, ante la disyuntiva de empezar por la noticia buena o la mala, por la mala, es la conducción brusca de los bucarestinos. El miércoles de la semana pasada mi buen amigo Iulius fue a buscarme al Aeropuerto Internacional Henri Coanda de Bucarest (más conocido como Otopeni) con mis mejores (comparativo de superioridad) amigas Chris y Mădă. Cuando crucé, media hora tarde, el umbral de la puerta de Llegadas y torcí a mano izquierda ante el atento escrutinio de la multitud agolpada sobre la barandilla (inclinada la balanza hacia ese lado, supongo, por el mayor peso del hemisferio izquierdo de mi cerebro), ya estaban en la sala aguardando por mí con una sonrisa en los labios y una mirada medio extrañada: será realmente esto lo que esperábamos... A veces la realidad y la fantasía se medio confunden: habría aseverado hasta la extenuación hasta hace tan solo un par de horas que Iulius había ido a buscarme al aeropuerto y que todo lo que viví fue cierto (o que lo viví realmente); ahora me planteo que pueda haber dado la casualidad de que —no sé— lo haya soñado todo ("You take the blue pill and the story ends. You wake in your bed and you believe whatever you want to believe. You take the red pill and you stay in Wonderland and I show you how deep the rabbit-hole goes"). Hace precisamente esas dos horas, el propio Iulius me aseguraba extrañado: "I didn't pick you up at the airport". "Didn't you?", pregunté yo más extrañado todavía. ¿Fui entonces abducido, dormido y arrastrado de aquí para allá como una muñeca de trapo por los ovnis avistados en Rumanía el día siguiente a mi llegada, quienes imprimieron en mi mente imágenes de mis seres queridos, a los que habría visitado de haber salido las cosas de otra forma? Eso explicaría la perfección de lo que viví.

Fuese realidad o un sueño, me encontraba sentado minutos después en el asiento trasero de su Renault Dacia Logan con mi cinturón abrochado, golpeado repentinamente por un coro de risas y burlas en el momento mismo del inaudito, instintivo e inocente (audaz, lo llamaría ahora) acto de introducir el enganche del cinturón en el elemento de anclaje y sometido a la vergüenza pública por ello, cuando pensé (nótese el ritmo pausado de mis pensamientos y la conmoción subsiguiente): "Es la primera vez que voy en coche con Iulius. No lo hace mal, pero tiene una frenada un poco brusca... [iiiiiiiiiiii, contragolpe]... de hecho, casi nos comemos a esa pobre familia..." No estoy exagerando, así lo sentí en aquel momento, detenidos en aquel paso de peatones del centro de la ciudad, yo remoloneando probablemente en las tinieblas reconfortantes del cansancio y el poder dormir, o empapado por la extrañeza onírica, nubladora de la mente —y aquí sí ya me encontraría consciente—, de verme en una ciudad foránea (aunque la hubiera visitado en dos ocasiones anteriormente), sentado en el asiento trasero de un coche desconocido con destino incierto, si bien reconfortado por la familiaridad de tres caras amigas y una conversación afable.

¡Y no lo hacía mal!, pero de ello no tendría el convencimiento hasta la noche siguiente. A la salida del restaurante libanés (¡el famoso Piccolo Mondo, posteriormente más conocido por el helado de menta alba de Bindi® y una nueva versión de "♫ Si son tontos, nos vamos a querer toda la vida ♫", aunque esto ocurriría en nuestra segunda visita seis días después!), cogimos un taxi para regresar a casa. A trompicones pese a la innegable pericia del antipático taxista, serpenteamos, yo en silencio, agarrado con fuerza al respaldo del asiento del conductor y, anhelante, mirando de vez en cuando de reojo la correa del cinturón de mi asiento atrapada detrás del respaldo, por las calles de medio Bucarest hasta el barrio de Mădălina, primero, en Costin Georgian, y después hasta Foişorul de Foc, ahora acompañados Chris y yo, de alguna manera supliendo la reciente ausencia de Mădălina, por el ruido ensordecedor de una emisora mal sintonizada o un altavoz defectuoso bombardeándome los oídos: ¡¡Europa ef em!!... ♫ Manuela... Manuela... Como noche, como sueños son los ojos negros de mi amor, Manuela... Julio Iglesias es tremendamente popular en Rumanía, de forma mayoritaria entre los taxistas. No fue esta la única vez que lo escuché en un taxi de este país (si es que era él). La duda que me creó el parecido en la modulación de la voz de Julio Iglesias en "Manuela" con Joan Manuel Serrat y los recuerdos que evocó de las contadas veces que en aquellos años mozos vi la telenovela de Telecinco algún viernes que otro por la noche, de vuelta en casa del internado, me distrajeron del estado de agitación y terror contenidos en que me encontraba y desviaron mis pensamientos de los rezos previos a la muerte segura a la que nos conducía aquel peligro al volante (independientemente de su pericia). No creía sentir un gran apego por la vida, estaba falto de ilusión, carente de motivaciones, hastiado, derrotado; sin embargo, en esos momentos temí por que pudiera ser su fin... mi fin. El fin de mi existencia sigue siendo un misterio para mí —que nadie se engañe—, algo en lo que indagar o quizá no más que otra margarita que deshojar deseando que esta vez haya más suerte.

Lo más confuso de Rumanía es hablar con los rumanos de temas dinerarios en la moneda nacional (el leu [león], dividido en 100 bani —sus céntimos—, y cuyo plural es lei). En más de una ocasión, desde el día posterior a mi llegada, con el bolsillo ya cargado de esos billetes plásticos, me vi envuelto en situaciones como la siguiente: de camino al centro para visitar (el) Muzeul Național de Artă al României, en Calea Victoriei, y antes de coger el trolebús, Chris se paró en un kiosco para comprar un tabloide y un libro que se vendían de forma conjunta. Entendí que el kiosquero le había dicho que las dos cosas costaban sesenta; ella rebuscó en su monedero mientras yo cuestionaba que hubiera entendido correctamente ya que me parecía un dineral: a ver, si un euro son 3,60 lei, suponiendo 3 lei por euro para simplificar, 10 euros serían treinta lei y sesenta lei serían VEINTE EUROS!!—en realidad, 16,70 euros.
    —Dame diez—me dijo.
    —Aquí tienes—contesté mientras le tendía un billete de diez lei recién sacado de la tarjetera.
    —No—replicó irritada—, ¡un leu! (¿es que no entenderás nunca?, me decía con la mirada), y rebuscó entre mis billetes, que yo había vuelto a sacar apresuradamente de la tarjetera y sostenía en la mano, hasta que encontró el que le interesaba. Concluí que solo había pagado la módica cantidad de seis lei, que me pareció un precio justo: ¡el periódico no tenía más de cuatro páginas!

Alguien no rumano se preguntaría, ¿y por qué piden diez si en realidad solo quieren uno? No sé, escapa los límites de mi compresión, que tampoco es que estén muy allá. ¿Por qué algunos españoles todavía hablan en pesetas? La respuesta a ambas preguntas será probablemente la misma. El 1 de julio de 2005 cambiaron de moneda en Rumanía. La moneda siguió llamándose igual, leu, pero un nuevo leu (RON) pasó a equivaler a 10.000 lei de los antiguos (ROL). Así, cuando dicen que les des diez, en realidad quieren decir que les des 10.000 ROL, pero en el fondo solo quieren que les des un RON. La noche del martes, por ejemplo, antes de volver al Piccolo Mondo, cenamos en el chino 'celebru' (que no tenía pachetele, rollitos de primavera... un thumbs down para él). La cuenta ascendía a 1.164 lei (los ojos se me salían de las órbitas), es decir, después de la valiosa explicación de Iulius, sentado a mi izquierda y a la derecha de Maria, a un millón ciento sesenta y cuatro mil ROL (¡¡ah, bueno!!), pero solo pagamos 116,4 RON (teniendo en cuenta el cambio, no salimos mal parados).

Hace siete años, en la navidad de 2001, cercana la implantación del euro en "los Doce" y la entrada de Rumanía en la zona Schengen (celebré junto a miles de bucarestinos, con Andrei Gheorghe en el escenario y petardos sobrevolando nuestras cabezas, la entrada del año 2002, y coreé aquel "oe oe oe oe, viza Schengen nu mai e" en alguna plaza céntrica de la ciudad), Bucarest era una capital anticuada, sucia, de grandes contrastes entre sus habitantes, mercados callejeros de artículos de primeras marcas falsificadas, en la que el mayor signo de modernidad eran los restaurantes estadounidenses de comida rápida, el raro supermercado extranjero o el mall. La gente solía hacer sus compras en pequeñas tiendas de barrio que parecían sacadas de películas españolas de la posguerra o del barrio de Lavapiés en la actualidad. No era raro ver gitanos sucios por las calles o en los autobuses, trolebuses o tranvías (ahora supongo que seguirán deambulando sucios, pero por las calles de otras ciudades europeas), perros abandonados (aunque menos después de que Brigitte Bardot hiciese suya la causa del bienestar de estos animales unos meses antes) y coches funcionales de apariencia comunista —doce años después de la caída del telón de acero— aparcados por las aceras y atascando las anchas avenidas de imponentes edificios sucios, ruinosos o abandonados en construcción desde 1989, con grúas oxidadas de los últimos años del antiguo régimen encaramadas sobre ellos contemplando a vista de pájaro el devenir de la ciudad.

Tuve la impresión, en aquellas dos ocasiones que visité la ciudad, de que las personas que habían crecido en el período comunista, los mayores de, digamos, cuarenta años, marchaban por la vida sin rumbo, sin alegría, sin sueños, sin futuro. Me pareció que su única preocupación era el día a día, el subsistir en las mejores condiciones posibles hasta que llegase la muerte. Los jóvenes, por el contrario, rebosaban una alegría exacerbada, una ganas locas de divertirse, de hacer cosas; en resumidas cuentas, de cambiar el mundo (su mundo), eso sí, lejos de allí. El inmovilismo de aquella ciudad, igual que a mí, probablemente les resultaba deprimente.

Bucarest es ahora una capital europea de dos millones de habitantes en la que muchas cosas han cambiado. Lo primero, la mentalidad de su gente. El ciudadano medio camina hoy orgulloso y alegre, sorteando coches mal estacionados en las aceras, por las mismas calles de antaño, si bien más congestionadas aún por una renovada y crecida flota de automóviles, y se dirige a pijos restaurantes o cafeterías, se sienta en la terraza cubierta o el patio interior, hace su pedido al voluntarioso camarero y visita los increíblemente higienizados aseos del local (normalmente al fondo a la derecha) para volver a su asiento y disfrutar de, por ejemplo, una fresca limonada natural y un plato de pechuga de pollo con salsa de champiñones acompañado de mămăliga y una rodaja de la más deliciosa zanahoria (que viene como adorno pero está riquísima). "La Mama" es muy recomendable.

El centro de Bucarest está seccionado por dos grandes arterias que discurren de norte a sur (la Castellana de Bucarest: los bulevares de Lascăr Catargiu, General Magheru, Nicolae Bălcescu, I. C. Brătianu y Dimitrie Cantemir) y de este a oeste (los bulevares de Regina Elisabeta y Carol I). A estos habría que añadir el gran bulevar Unirii (los Campos Elíseos de Ceaușescu para el pequeño París del Este), al que le falta comercio y le sobran las inmensas antenas parabólicas oxidadas de las ventanas y balcones de los edificios. El bulevar comienza en la impresionante Casa Poporului (Palatul Parlamentului); atraviesa el río Dâmbovița y Piața Unirii (un gran Piccadilly Circus, salvando las distancias), donde, como en ningún otro lugar de la ciudad, las fachadas de los edificios se convierten en improvisadas vallas publicitarias, ocultos, sus moradores y ellos, tras los enormes anuncios; y se extiende, más allá del trabajo de Chris y el restaurante Piccadilly, hasta Piața Alba Iulia. Calea Victoriei es, a un nivel más humano, el escaparate de la ciudad: el equivalente al eje Cibeles-Puerta del Sol-Palacio Real de Madrid. Existe un paralelismo entre ambas capitales en su arquitectura ecléctica, su sangre fría a la hora de tirar palacetes para construir feos bloques de hormigón, su desordenada estructura cuando se abandonan las grandes vías y ese atractivo (que no belleza) de la ciudad viva que se deja crecer a su aire y crece: aquí brota una urbanización, allí una torre de vidrio azul, más allá una pequeña iglesia ortodoxa detrás de dos bloques comunistas (ajem, en realidad lo que brotaron fueron los dos bloques de la esquina de Brătianu con Corneliu Coposu tapando la iglesia, pero dejémoslo así). A ambos lados de Calea Victoriei, en las callejuelas tortuosas que a ritmos acelerados se van peatonalizando, se ponen de manifiesto los esfuerzos de esta ciudad por hacerse más habitable y más agradable al turista (y ya se veían algunos. Rumanía en estos momentos ofrece el privilegio de poder visitar un museo y tener todo el edificio para uno sólo. Eso nos ocurrió, por ejemplo, en el museo de arte, que cuenta, en su colección europea, con cuadros de El Greco, Alonso Cano y Monet, y esculturas de Rodin; y el de historia, donde se exhibe una impresionante copia de la columna de Trajano desmontada). A su vez, las excavaciones de Strada Lipscani para rescatar los restos de las posadas del centro histórico de Bucarest hacen patente la dualidad de la clase política de una ciudad que derriba sin remordimientos barrios enteros y a la vez se afana en recuperar y exhibir los cimientos de edificios que ya no existen.

Si caminar bajo el duro sol de la primavera tardía de Bucarest entre los bocinazos de los coches, las frenadas bruscas, los derrapes y los coches invadiendo las aceras con las más pintorescas maniobras, no es una experiencia agradable; moverse por sus anchos bulevares en el pequeño Daewoo Tico de Livia, que encontramos aparcado inicialmente en la esquina de una calle en los márgenes de la ilegalidad, puede convertirse en algo inolvidable. En una película italiana de los años sesenta por ejemplo, los cuatro en Roma, Christina, Livia, Mădălina y yo —fans de Sabina delante, no fans detrás—, cambiando continuamente de carril en una calle congestionada hasta límites imposibles, entre los bocinazos de los coches, las frenadas bruscas, los derrapes y los coches invadiendo las aceras, a cámara rápida y con banda sonora ♫ Resumiendo, que tengo un cajón de la firma Pandora, treinta y siete chansons, c’est à dire, una y media por hora ♫ y coros de dos alocadas Livia y Christina, esta cantando descompasada con su voz de ratón desafinada, mientras Mădă y yo nos morimos de risa en el asiento trasero. ¡Si esto no es vida...! ☹ Hasta que se acaba.

Pasada Piața Arcului de Triumf y la zona de los lagos del norte de Bucarest, el area comercial y de negocios de camino a los dos aeropuertos de la ciudad (el mencionado arriba y el Aurel Vlaicu o Băneasa) le confiere ya a Bucarest ese aire de modernidad que el centro todavía se desvive por conseguir. Aquí terminó mi viaje... en una zona foarte impersonală, de transición entre Rumanía y cualquier otra parte... en un día en que el horóscopo de aquel tabloide de cuatro páginas me recomendaba no viajar.

De Rumanía me llevo:
  ✓ el tono mimoso de Livia al hablar de su Berto,
  ✓ las casas con ojos de Sibiu (Transilvania),
  ✓ la ternura que sentí mientras escuchaba a Mădălina en el pasillo de aquel tren nocturno altamente climatizado de Sibiu a la Estación del Norte de Bucarest,
  ✗ un sombrero de tataie (pendiente),
  ✓ las locuras de Chris y el cariño que rezumaba todo su ser y lo llenaba todo,
  ✓ el afecto maternal de Mădălina cuando me dejó solo en Piața Unirii para ir a Strada Lipscani a reunirme con Chris,
  ✓ dos agujeros más en mi cinturón,
  ✓ o cană cu desenul lui Jose și al lui Chris.

Jose con sombrero de tataie durmiendo al lado de la ballena de Sibiu (rima con Interviú). Cuando digo ballena, no me refiero a la de las uñas rosas que me toca el ala del sombrero.

3 comments:

ChriSmilla said...

jajaja, ahora veo los simbolitos ;))
el sombrero queda pendiente; esta aqui, en mi percha

...la pagina web de Bindi me fascina! Para cuando vaya, busca un sitio donde tengan helados de esta marca por Madrid [simbolito de yahoo "babeando"]. Por cierto, te has fijado que el de menta alba es un "semifredo"? Por eso lo sacaban de la nevera un par de siglos antes de traernoslo a la mesa ;)

Jose said...

Pues sí, 'pendiente' está... de una percha :P

Parece mentira que me haya olvidado de otra cosa que me he traído y veo todos los días: el imán de la Piata Mare de Sibiu, que queda precioso en la puerta de mi nevera.

ChriSmilla said...

el iman, si
el mio queda precioso en la caja del ordenador
es posible que vuelva a sibiu por el cumple de madalina!!