Tuesday 13 February 2007

Spain is the leftovers of making a doughnut

"Desde hace varias décadas, España se resquebraja, y no políticamente, dividida en dos mitades, la de las regiones ricas y la de las regiones pobres, que el mapa marca perfectamente: las ricas son las que baña el mar y las pobres las que están lejos de él. Solamente Madrid es la excepción, por los motivos que todos conocemos.

Extremadura, las dos Castillas, Aragón, el antiguo reino de León y las provincias interiores de Galicia se han ido así despoblando, aprisionadas entre las dos presiones que marcan el desarrollo de este país: la centrífuga de la periferia y la centrípeta de Madrid. Dos presiones combinadas que han arrastrado a sus habitantes hacia las regiones cálidas y con más posibilidades económicas o hacia la capital de España, que continúa ejerciendo un innegable atractivo para la mayoría de los españoles. Justo todo lo contrario que las viejas capitales y pueblos del interior, envejecidos y sin futuro para los jóvenes, a excepción de unos pocos casos. El resultado es un desolador paisaje, con provincias prácticamente deshabitadas y con comarcas enteras condenadas a la desaparición.

Pero, a lo que se ve, a nadie, salvo a los habitantes de esas regiones, parece preocuparle esa situación. Mientras media España se despuebla, mientras la mitad del mapa se desertiza delante de nuestros ojos condenada al ostracismo y al olvido por su situación geográfica, la otra mitad continúa creciendo sin importarle lo que le sucede a aquélla. Incluso despreciándola por su decadencia como en el colegio determinados alumnos aventajados hacen con los más torpes. No hay más que ver las reacciones suscitadas por las reclamaciones de algunas de esas provincias, como Zamora, Teruel o Soria, cuyos habitantes han tenido que manifestarse al grito de que existen para que les hagan caso. El problema viene de lejos. Viene de la época del desarrollismo de la dictadura, cuando comenzó la industrialización de determinadas zonas de la periferia, que provocó el primer éxodo de población interior, y se acentuó luego con el turismo, que atrajo hacia las costas cantidades ingentes de mano de obra en perjuicio de las regiones y las provincias del interior. Paradójicamente, la descentralización política propiciada por el llamado Estado de las autonomías, en lugar de corregir esa tendencia, la ha acentuado todavía más gracias a lo que los economistas llaman, con magnífica expresión, optimización de los recursos productivos nacionales y a la insolidaridad interregional. Todo ello, por supuesto, con la colaboración de los sucesivos gobiernos, más preocupados por complacer a las autonomías ricas, cuya mayor población les procura un mayor poder político, que por ayudar a las desfavorecidas. Justo todo lo contrario de lo que se reclama a Europa y de lo que hacen internamente otros países de nuestro entorno.

No seré yo quien explique aquí la importancia del equilibrio económico y demográfico de un país, no sólo para su desarrollo armónico, sino también para su bienestar global [...] Todos oímos continuamente las quejas de las regiones ricas en relación con la falta de agua o con la destrucción de su medio ambiente. Y es que, como dijo el sabio, no se puede tener todo.

Las quejas de esas regiones nada tienen que ver con la solidaridad. Al contrario, se basan precisamente en el egoísmo, que es el principal motor de este país actualmente; no sólo entre las personas, sino entre las autonomías. El debate sobre el agua, que cada vez se hace más virulento, es un buen ejemplo de ello. El debate sobre el agua o sobre el reparto de la producción eléctrica, por no hablar de otros muchos parecidos, no han hecho más que poner de manifiesto el desequilibrio de una nación que construye e invierte donde no tiene energía mientras que deja que se deserticen las regiones donde ésta sobra. Hasta ahora, el problema se solventaba con el argumento de la solidaridad, pero hoy ese argumento no se sostiene, dado que la solidaridad no existe. Y es que ¿cómo se le puede seguir pidiendo ésta a Aragón, o a Castilla-La Mancha, pongo por caso, en materia de agua para regar, con las provincias vecinas de Levante o Cataluña, cuando con ellas nadie ha sido solidaria en mucho tiempo? ¿Cómo puede exigírsele a León o a Extremadura que continúen sacrificando valles y pueblos para producir energía eléctrica para el resto, cuando el resto las ignoran o desprecian normalmente? La solidaridad ha de ser recíproca y eso no ocurre en este país.

Pero nadie parece darse cuenta de lo que se avecina. Mientras la insolidaridad aumenta, mientras el desequilibrio crece, mientras las dos Españas geográficas se alejan una de otra a ritmo vertiginoso, nuestros políticos continúan a lo suyo, que es agrandar las dos ideológicas, y nuestros pensadores siguen secundando a aquéllos en sus estériles e inagotables discusiones sobre la unidad de España o sobre su conformación plural, cuando en la realidad España no existe. Basta mirar el mapa desde un satélite para ver que es una ficción. Una campana gigante, como escribía Manuel Vicent hace tiempo, con un badajo en el medio que resuena en el vacío inmenso que lo rodea."

Julio Llamazares

EL PAÍS - 13 de febrero de 2007


Julio Llamazares es autor de El cielo de Madrid:

"[...] La víspera de nuestra partida, encontré a Rico en El Limbo. Él no se iba a
ninguna parte. A él lo único que le gustaba era Madrid y más en el verano,
cuando apenas queda nadie.
—Hazme caso —me dijo, con su habitual gesto escéptico, mientras me ofrecía un cigarro—. Éste es el único lugar del mundo realmente interesante.
Encendí el cigarrillo y me quedé mirándolo. Rico era de Madrid, había vivido aquí prácticamente siempre y aquí seguía viviendo, en la casa y del dinero de sus padres. Al parecer, Rico era de buena familia, aunque él nunca lo dijera.
La verdad es que Rico era un tipo extraño. Andaba cerca de los cuarenta y peinaba ya algunas canas, pero nadie sabía qué hacía ni en qué entretenía su tiempo. De día, era difícil verlo (según él, dormía hasta el mediodía), pero, de noche, a partir de las once, se lo encontraba siempre en El Limbo. Allí lo había conocido yo, a poco de llegar a la ciudad, en el mismo rincón en que ahora estábamos.
Hacía un calor sofocante. Durante todo el día, la tormenta había rondado la ciudad, sin conseguir desatarse, y ahora que ya era de noche el asfalto desprendía un vaho espeso y caliente que se pegaba a la piel como si fuese una pasta. La puerta del local estaba abierta y los ventiladores funcionando a todo gas, pero hacía tanto calor que apenas podía aguantarse. Pensé que era una broma que el bar se llamase El Limbo.
—Todo es acostumbrarse —dijo Rico—. Duermes de día y vives de noche.
—O sea —le dije yo—, como todo el año.
—Ya —me respondió él, sonriendo—. Pero, en verano, los días son más largos.
Julito, el camarero, nos trajo unas cervezas y Rico, tras dar un trago a la suya, volvió al discurso anterior:
—Mira, Carlos, no te engañes. Todo lo que puedas ver por ahí está aquí. No en Madrid; en este bar, en la esquina de esta calle... Y lo que no —dijo, muy solemne— está en el Museo del Prado."




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